Paseo por Nueva York. Me reciben el viento, el idioma español y la amabilidad. Yo, que he sobrevivido a un par de comas bucólicos, disfruto con el portento urbano de caminar entre edificios cuya esbeltez permite ver el horizonte. Gracias a los paisajes contemplados desde el High Line Park y a los más de cuatro mil rascacielos, experimento la sensación de descubrir una quietud ágil. Como si los arquitectos hubiesen inventado una fórmula para extraerle el peso a la verticalidad. Cerca están los otros alicientes. Los viajantes pueden sentir parecida fascinación en los bulevares de Queens o en varias galerías de exposiciones. Los europeos deberíamos aparcar nuestra altivez cultural en el exterior de museos como el Metropolitan y la Frick Collection. Quizá el envanecimiento se nos deshaga en el museo de Historia Natural, donde cada objeto entra directamente en la memoria del visitante. Ya en la calle, respeto. Según compruebo, la limpieza de las avenidas llega a los espíritus: en el centro de Manhattan, una pequeña iglesia presbiteriana anuncia, con bandera multicolor en su fachada, que los homosexuales son bienvenidos. Luego, algunas sombras. Sabemos que todas las ciudades tienen su reverso ingrato. Aquí tampoco faltan los hombres que hablan solos, las tensiones sociales de los suburbios, la vejez ruidosa del metro. Lo anoto mientras se cruzan la música de jazz y la de casi doscientos idiomas en un Babel construido para comunicarse.
Aparecido en El Cultural el 16 de septiembre de 2011.