La discoteca del magnate italiano Flavio Briatore en Ponte Cervo, una de las zonas más exclusivas de Europa, se llama Billonaire (ahí es nada) y de ella seis niñatos rusos huyeron hace poco sin pagar los 86.000 euros en champán que se habían bebido en esa noche. Nadie duda de la legendaria capacidad de ingesta de los rusos, pero la anécdota describe el nivel de Ponte Cervo, lugar donde dudo que lleve a mi mujer en nuestro próximo aniversario. Imagino la vida en Ponte Cervo, Montecarlo, Estoril o Puerto Banús, y comprendo que el mundo es radicalmente injusto. Leo sobre la vida de esa gente y me siento completamente indignado. A eso nos lleva el capitalismo, la codicia de los poderosos. Cada vez son menos los opresores y más los oprimidos. Cada vez los ricos son más ricos mientras que aumentan las masas de los desheredados.
Yo leo sobre los ricachones desde la terracita de mi casa de verano en La Rioja. Es un piso en una urbanización pequeña, con garajes, trasteros, zona verde y piscina. Algo muy distinto al lujo de los billonarios de Briatore. Hago un repaso sociológico de las parejas que frecuentamos este infierno: el comercial que vende envases y su mujer que está en el paro; el empleado de la empresa de ascensores y su mujer que es dependienta; el ertzaina y su mujer que es señora de la limpieza; en fin, el abogado, el albañil, el gruista... Por mi parte, llevo años rezando por que el sueldo de mi mujer alcance a un mileurista, lo cual necesitaría actualizar ya el IPC de los próximos cien años.
Desde mi terraza, mientras tomo un vermú con gotas de angostura, mientras oigo los chillidos de los niños que juegan en la piscina, y la charla de las señoras maduras, que toman el sol con los tirantes del bikini desatados, pienso en la insultante vida de los ricos. Flavio Briatore, Porto Cervo, los yates, los fastos, las fiestas, las orgías, un hedonismo tan obsceno que casi, casi, podría compararse al de los sacerdotes papistas, instalados (dice la prensa avanzada) en un orgasmo permanente de placer, de poder y de riqueza. Sí, dan asco tantas desigualdades. Y mientras tanto nosotros aquí, trabajadores oprimidos de la Tierra. De pronto pienso que los filósofos de tercera hablan mucho de la codicia, pero nada dicen de la envidia. Será porque no existe.
Mi indignación se acrecienta ante las fotos de esos asquerosos millonarios. Briatore: qué cara de no haber pasado hambre. Y nosotros penando, padeciendo, sufriendo, en pueblos mesetarios de clima cálido y vino generoso, o en las mismas fiestas de Bilbao donde, en fin, la gente agoniza. Cierro el periódico con el gesto de violencia y tosquedad de un indignado. Oprimidos de la Tierra, víctimas de esos privilegiados que gastan miles de euros cada noche en Porte Cervo. Me siento rebelde y clamo por que al fin haya justicia. Esta tarde tenemos, a orillas del Oja, barbacoa.
Artículo aparecido el 27 de agosto en El País.