Como uno ha escrito muy serio en las últimas entregas, ahora prefiere sestear. La canícula de agosto invita a la holganza, pero también suscita, en los especímenes estáticos, una paradójica inclinación al movimiento. Yo soy, cinéticamente hablando, un espécimen estático, de modo que en verano me levanto muy de mañana, me pongo las playeras -qué término exquisito, que ya nadie utiliza- adquiridas de oferta en el centro comercial, allá por las rebajas, y me lanzo al campo en busca de aventuras.

En contra de la retórica ecologista, el campo no es lugar recomendable. El campo es el remedo humanizado, domesticado, de la naturaleza, ese lugar siniestro y peligroso, sin centros de salud, ni normativa contra incendios, ni políticos socialdemócratas. Hablamos a menudo de volver a la naturaleza, pero volvemos de mentirijillas. Lo de la naturaleza sí que era capitalismo salvaje: la lucha por la vida, con todas las consecuencias.

Pero ahora, cada día, provisto de mis playeras de oferta adquiridas en el centro comercial, voy al campo con la esperanza razonable de regresar vivo a casa, algo que no pasaba siempre en la Edad del Hierro, ni en la Edad del Hielo, ni en ninguna de esas incómodas edades tan añoradas por la ideología verde. Aún así, conviene ser prudentes: hay que internarse en el campo con el temple de un burgués en territorio enemigo.

La aventura me lleva por la ribera del río Oja, allá donde confluye con el Tirón, entorno en que los vascos dejaron una profusa toponimia que ahora revive, pues La Rioja está llena de ciclistas que charlan en euskera guipuzcoano mientras pedalean sin descanso, arriba y abajo, de aquí para allá, de punta a punta. Y por la ribera voy yo, filosofando, agradeciendo el espacio umbrío que ofrecen los árboles, unos árboles que no sé cómo se llaman, cosa que lamento, porque este artículo ganaría mucho con una batería de nombres de vegetales.

Lo mejor de esos paseos es encontrarse con lugareños amables, de acento riojano, que te hablan como si fueras amigo de toda la vida. Es curioso: en el campo se prodigan las conversaciones de ascensor. Hay un paisano que todos los días me para y se pone a hablar del tiempo. Yo le sigo la corriente; nos lleva un buen rato dilucidar el tiempo que hará más tarde, y felicitarnos o lamentarnos por ello. El paisano es simpático y está cogiendo tanta confianza que cualquier día empezará a hablarme de las cosechas. Y ahí ya no podré seguirle: de las cosechas sólo conozco lo que llega, envasado, a las grandes superficies.

Melancólicos paseos estivales por la ribera del Oja. Qué hermosas jornadas de descanso para un hombre tranquilo, aficionado a las lecturas y con los hijos casi criados. Esto no es el paisito, pero me siento como en casa. Serán la toponimia, los ciclistas. Y, en el paseo, escucho el canto seductor y sugerente de muchas y muy distintas aves. Lástima no saber cómo se llaman.

Artículo aparecido el 6 de agosto en El País.