Recuerdo la primera presentación, en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián, de la candidatura de la ciudad a la capitalidad cultural europea. Estábamos aún en la fase previa y lo que allí se nos presentó fue poco más que un esbozo del procedimiento a seguir y algunas consideraciones de principio. Entre estas últimas se encontraba una por la que aquella primera exposición pasó, la verdad, sin detenerse. Tenía que ver con el papel que en el desarrollo y la gestión de los proyectos debían jugar las instancias políticas. Y lo que desde Europa se propugnaba era que su intervención fuera más bien discreta. En fin, que en este asunto las decisiones debían competer a agentes culturales independientes, o si se prefiere, que había que mantener a los dirigentes políticos a distancia, a la política a raya.

Ya he dicho que aquella primera presentación no se detuvo a considerar esta cuestión. Lo que, sin duda, tiene que ver con el hecho de que en nuestro país es muy difícil separar la cultura de la política, sencillamente porque no existen entre nosotros, como sucede en otros lugares de nuestro entorno, instancias de decisión cultural que, aunque vinculadas a lo público (en el sentido no sólo de la financiación sino esencialmente de la noción de servicio y responsabilidad para con la sociedad) actúan con independencia, o cuyas decisiones no vienen dictadas ni por la puntualidad de la agenda política ni por la voluntad de sus dirigentes.

Aquí, la Cultura está en gran parte decidida y dirigida por la política. Lo que personalmente no dejo de lamentar por muchas razones. Es evidente que la dependencia de la Cultura de la decisión política incrementa su vulnerabilidad, sus posibilidades, por un lado, de ser instrumentalizada, y despojada de su sustancia interrogadora y crítica. Por otro, de estancarse, de oxidarse, de perder mucho de su sentido y su valor por la vía de apartarse de las exigencias ético-estéticas más contemporáneas, de no debatir su sustancia. Y es que la Cultura reducida a/por la política no habla de sí y por sí, sólo es hablada, traducida a los titulares que van necesitando el interés y el juego del poder.

Y así, los ciudadanos seguimos sin saber gran cosa del proyecto de Tabakalera, pero conocemos al detalle las tensiones entre los partidos políticos a la hora de constituir su Consejo rector. Y así los ciudadanos tenemos que ver, con estupor y alarma, cómo de la dirección del Consejo Municipal donostiarra para el 2016 quedan excluidos quienes mejor conocen el proyecto de Capitalidad Cultural, por haberlo encabezado desde el principio. ¿Qué gana la Cultura con esa exclusión? Es obvio que nada, al contrario. Gana sólo la política de y para algunos. En el horizonte de una capitalidad europea, homologarse con los países de nuestro entorno, creando órganos de decisión cultural independientes, es decir, manteniendo en esta materia a la política a raya, parece más necesario, y urgente que nunca.

Artículo aparecido en 25 de julio en El País.