Me fatigan las personas de misa ideológica diaria, y no defiendo ninguna pureza en el uso de los idiomas. El problema surge cuando la inexactitud frecuente de las expresiones limita y a veces impide el entendimiento. Hace pocas semanas estuve en España y dediqué unas horas a ver los programas televisivos. Al cabo de tres días tuve la impresión de que los buenos modales y la corrección lingüística eran el camino más corto para ser un extravagante. Según deduje, la última moda consiste en exhibir ramplonería en las pasarelas de la fama. Por descontado que dejo al margen las minucias. Olvidemos la queja de los exquisitos al comprobar que el leísmo es un monarca absolutista contra el que lucha un pequeño grupo de escritores. En la mayoría de las emisiones escuché la expresión “a día de hoy”. Como un juguete musical desafinado que los hablantes se pasaban en los relevos. Tampoco faltaron abundantes dosis de “poner en valor” (mal copiado del francés “mettre en valeur”, que tarda tres vocablos en conseguir la eficacia de nuestro “resaltar”). A continuación, en los mítines electorales, caía la granizada de palabras prescindibles de los políticos que no distinguen entre el género gramatical y el sexo. Todo bien fundido en una salsa hecha con anacolutos y otros hierbajos que dificultan el diálogo claro. Empiezo a intuirlo: cualquier español que cuide su idioma y, por motivos favorables, viva en el extranjero terminará siendo un exiliado.

Artículo aparecido en El Cultural.