No resulta difícil suscribir muchas de las reivindicaciones de los jóvenes que ahora mismo se concentran en torno al movimiento del 15-M. Entre otras razones porque en ellas entiendo que subyace no el deseo de suspender, paralizar o destruir el sistema, considerado éste del modo más general, como un conjunto de principios y valores donde pueden reconocerse los argumentos del Estado de Derecho y del Bienestar, de la democracia representativa, y de la convivencia solidaria y cívica. No el deseo de destruir el sistema sino de rehabilitarlo. Y en eso creo que coincide la gente del 15-M con otra mucha gente, yo diría que con la mayoría de los ciudadanos de este país que sienten que nuestra vida política y nuestra democracia (de una manera general y con los matices necesarios, las democracias occidentales) han alcanzado, como aviones que corren por una pista de despegue, el punto de no retorno, es decir, que o se elevan o se destrozan. Creo que elevación es la palabra o la consigna. Una elevación, rehabilitación, recuperación de valores fundamentales -seguramente su enunciado fundacional de liberté, égalité, fraternité siga siendo el más expresivo- que permitan a la ciudadanía refundar la confianza en la cosa pública, esto es, en un proyecto común.

No resulta difícil suscribir, de hecho muchísima gente no ha dejado nunca de suscribirlo, que el ejercicio de la actividad política debe ser más que transparente; que resulta inaceptable la brecha (de ingresos, privilegios, expectativas de vida) abierta en nuestras sociedades entre las élites y los ciudadanos de a pie; que hay que perseguir la corrupción sin distingos ni tregua; que el derecho a una vivienda y a un empleo debe asumirse desde lo público como fundamental y prioritario, que la política debe reconocerlos y reconocerse para ello la capacidad y la responsabilidad de actuar sobre el mercado (la crisis en la que todavía nos hundimos deriva sin duda de la rendición hace ya varios decenios de lo político frente a lo económico); que los servicios públicos deben ser de calidad, que la educación y la sanidad deben marcar el ritmo, el latido del gasto público; que la Administración necesita ser redimensionada; y el sistema financiero regulado y tasado; y la democracia representativa repensada en terrenos nuevos, novedosos, de participación ciudadana.

Entiendo que en esto se resume el espíritu del 15-M, un espíritu insisto que alcanza no sólo a los concentrados en las plazas españolas, sino al sentir mayoritario de nuestra sociedad. Un espíritu que no es antisistema sino al contrario, que confía en el sistema tal y como se enunciaba cuando la política no se había olvidado de sí misma, cuando se hacía fuerte en los valores de la socialdemocracia, cuando no había perdido su alma en el desalmado mundo de los mercados financieros; cuando se apoyaba en el criterio de los ciudadanos, entre otras poderosas razones, porque contribuía a formarlo.

Artículo aparecido en El País.