En una conmovedora escena de la novela El camarada de Cesare Pavese, Pablo, el joven protagonista, que acaba de comprender que está perdidamente enamorado de Linda, camina de noche por las calles de Turín. En un momento determinado se cruza con unas prostitutas. Lo que siente entonces es empatía, cercanía con el sufrimiento que intuye en ellas. "Sufría por ellas; paseaban entre la nieve y el puntito rojo del cigarrillo ocultaba la cara". Pero siente además, o sobre todo, la necesidad de dedicar a esas mujeres una mirada que lejos de rebajarlas las dignifique, que no disminuya, sino al contrario, aumente su consideración por ellas. Y entonces piensa que esas chicas también habrán sido alguna vez "las Linda de alguien". Pablo les atribuye así el estatuto más elevado, más digno, más respetuoso que en ese momento -cuando él mismo acaba de descubrir el amor- puede imaginar: el de mujer amada.

Colocarse del lado del más débil y negarse a dirigir sobre lo femenino una mirada que lo desprecie y lo degrade es una fórmula del quijotismo que tiendo a identificar con el civismo mismo. Un civismo maltrecho o directamente derrumbado en estos tiempos que corren o en estos mundos por los que corremos, y a los que poco les repugna colocarse por sistema del lado del más fuerte, y menos aún convivir con imágenes despreciativas y degradadoras de las mujeres y de la condición femenina. Tan poco les repugna que lo hacen a diario: basta con asomarse a infinidad de ventanas (¿o habría que llamarlas celdas?) en la red, a los argumentos de innumerables productos de ocio y entretenimiento, o a los anuncios de contactos. He recordado la mirada del Pablo de Pavese en estos días en que la actualidad mediática se concentra en el caso Strauss-Kahn -el hecho de que un solo hombre, por muy altas que sean sus funciones, merezca tanta atención, tantos discursos, tantas reivindicaciones, mientras al ciudadano de a pie el bienestar y el estatuto se le encogen fuera de foco; esa hiperdedicación a un solo hombre expresa más que crudamente la insoportable verticalidad que hoy distingue a los unos de los otros del mundo-, he recordado la actitud de Pablo posiblemente porque la echo de menos. Echo de menos más quijotes que en/desde/para Manhattan miren con empatía a las mujeres que cada día son maltratadas, acosadas, humilladas, violentadas por el sexismo. Que se pongan del lado de las víctimas -millones cada día- de violaciones y agresiones sexuales. Que coloquen la consideración por sus sentimientos entre los deberes prioritarios del civismo y la democracia. Quijotes que se nieguen a convivir con imágenes, mensajes, silencios, tradiciones explícitas o implícitas que degraden la condición femenina, que reduzcan a las mujeres al estatuto de objetos de uso y disfrute. Que se opongan a quienes los promueven o aprovechan. Que estén dispuestos, en definitiva, a luchar contra los gigantes de esa colosal, planetaria, indignidad.

Artículo aparecido en El País en su edición para el País Vasco.