Es un hombre de los de antes, hecho a sí mismo, humilde y sin enemigos.
Es mi pareja de mus. Y mi padre.
Hace algún tiempo pasó por una partida de esas en que las cartas vienen mal dadas. Un diagnóstico que nadie quiere recibir que, aunque tratable y con curación, es malo al fin y al cabo. Así que quise acompañarle en ese momento. Para eso están las parejas de mus, ¿no?
Aguantó el envite como suele, prudente, de una pieza y sin revelar su jugada.
Cuando lleva buenos naipes, aparece un brillo casi imperceptible en sus ojos que yo sé ver, al igual que a él le basta una simple mirada para leer los míos.
No solemos usar señas. Por algo es mi padre.
Esta vez no vi el brillo en sus ojos. Sin pensarlo demasiado, rechazó el envite.
«En esta vuelta no se salen, aita. Y yo llevo pares. En la siguiente eres mano y vendrán mejor dadas.
«Estamos a falta de dos piedras, así que pilla juego y déjame ver ese brillo fugaz....
(...)
Sólo a un maestro se le puede ocurrir esa jugada.
A falta de 2 piedras, y de mano. Mus visto, un caballo, pero evitas el descarte con elegancia, obligando a los contrarios a arriesgar sin saber en qué estás pensando exactamente.
Con pares de cincos y punto. Con un par.
Repitiendo aquella jugada que ya nos hizo campeones una vez, ¿recuerdas?
No hay juego. Ordago al punto y nos salimos. Los contrarios quedan mudos. Muerte dulce.
Tiro mis cartas sin descubrirlas, pero quiero que sepas que llevaba gallegos, aunque imagino que lo intuiste.
Nunca estuviste solo. Pero, a fin de cuentas, era tu juego. Hablabas tú y ganaste, como casi siempre que arriesgas en una jugada caprichosa, de esas que tanto te gustan.
Para estas cornadas que te da la vida, te sacaste de la manga tu mejor verónica.