Siempre he admirado a los irlandeses, entre los que tengo el honor de contar con varios amigos. Gente cercana, sencilla, abnegada. Como decimos aquí, de casa. Llama la atención la cantidad de parejas mixtas vasco-irlandesas en los vuelos de Dublín a Bilbao. Y no es de extrañar, porque en el fondo somos muy parecidos: rudos, campechanos, orgullosos, generosos, luchadores…y temibles también cuando hemos de defendernos. De ahí la empatía entre las dos culturas. El pasado jueves 14, en el estadio de Gdansk, veinte mil irlandeses coreaban cantos, llegando a robar portada al encuentro en muchos momentos; cantos a los que se sumaban más cuanto mayor era la derrota ante un rival muy superior. Lucharon hasta el último segundo, tratando de suplir su desigualdad técnica en el campo con dosis enormes de orgullo y entrega. Y supieron perder como sólo saben los nobles. Ilustraron perfectamente ante el mundo un comportamiento ejemplar ante la adversidad, que no entiende de lloros y lamentos pero que enseña a mirar hacia delante, procurando no hincar nunca las dos rodillas. Si acaso una, para enjugarse el sudor.
El Correo (16/6/2012)