Disminuyen las subvenciones para los proyectos cinematográficos, pero el talento resiste. A varios festivales americanos y europeos llega La casa Emak Bakia, primer largometraje de Oskar Alegría. Un poeta del azar en la estela de Man Ray o José Luis Guerín. Todo lo hace sin las ataduras y protecciones de los equipos, y desde que conocí sus trabajos iniciales me cuesta tomarme completamente en serio a los cineastas ayudados por una muchedumbre de técnicos, sastres, escribanos, mozos de cuerda y servidores de café. Es probable que Oskar Alegría represente el relevo: una generación que aguce el ingenio tanto como la perseverancia y, en coyuntura de crisis económica, deba sustituir los efectos prodigiosos por las finanzas austeras y la creatividad. Aunque aún no ha cumplido los cuarenta años, Alegría acumula ya muchas experiencias de artista nómada. En París organizó un casting de párpados de mujeres. Estuvo esperando durante semanas, con paciencia de esteta, los instantes en que su cámara pudiese grabar algunos movimientos delicados de unas muchachas dormidas. También ha intentado plasmar las pesadillas de una piara de cerdos. Sus originales crónicas de viajes, los vídeos y las fotografías han confluido por fin en una obra extensa. El resultado es valioso. El pudor lo ampara contra los sentimentalismos; sabe unir con coherencia los materiales ofrecidos por la casualidad. En el fondo destaca la celebración de la vida. Después de ver las imágenes de su película, sentimos deseos de plantar un árbol.
Aparecido en El Cultural.