Se ha convenido en llamar “dorados” a algunos productos o servicios dirigidos a la Tercera Edad. Y así nos encontramos con cuentas bancarias o con tarjetas de transporte doradas. La imagen resulta sugerente: identificar a los ancianos con el oro como una manera de reconocer su aportación a la sociedad, su condición de valor seguro. Porque eso es el oro, sobre todo en tiempos de incertidumbres financieras: un valor seguro. La cuestión es si esa imagen, ese cubrir a las personas mayores de una doradura de prestigio, representa realmente el estatuto que nuestras sociedades reservan y reconocen a la Tercera Edad. O si se trata de uno (otro) puro espejismo, de uno (otro) puro eufemismo, esto es, de una manera de celebrar con dichos lo que luego la realidad se encarga de desmentir con hechos.
¿Consideran entonces nuestras sociedades a la Tercera Edad como una auténtica edad de oro? ¿Reconocen que su patrimonio de conocimientos, competencias y experiencias es un valor confiable, una riqueza a aprovechar y sobre la que apoyarse? ¿Fomentan y articulan, consecuentemente, la trasmisión de ese patrimonio al resto de la sociedad y de manera particular a las nuevas generaciones? O, si se prefiere, ¿es la comunicación transgeneracional si no una de las prioridades al menos una de las inversiones de nuestro presente? Creo que la respuesta es, en todos los casos, negativa. Que hay poco reconocimiento teórico y menos aprovechamiento práctico de la edad de oro que puede suponer la Tercera Edad. Que los ancianos hablan mucho menos en nuestra sociedad de lo que son hablados, que son mucho más objeto —por ejemplo cuando se abordan los servicios sanitarios o asistenciales— que sujeto de discurso; que son mucho más utilizados —en un medio de prensa alguien decía hace poco y muy gráficamente que si los abuelos se plantan esta sociedad se paraliza—, mucho más utilizados privadamente que “aprovechados” pública, colectivamente. Mucho más evocados como gasto o carga, que como haber o palanca de impulso.
Y, sin embargo, hay muchos ámbitos donde su aportación parece más que fundamental. ¿No son, por ejemplo, quienes han recorrido toda nuestra historia reciente, extremadamente valiosos para abordar en y con perspectiva la memoria histórica? ¿No son quienes han atravesado distintos momentos y climas sociales, más o menos agobiantes o euforizantes, especialmente aptos para orientarnos por el tormentoso pesimismo actual? Frente a una generación intermedia que lo ha tenido, en general, más fácil, ¿no está la experiencia de los ancianos, que lucharon para abrirse camino en los años duros, más cerca de los desafíos y las dificultades que tienen que superar los jóvenes de hoy? ¿No es la comunicación entre ellos, por lo tanto, una “mina”?
Creo que la respuesta es afirmativa, cada vez. Y que en estos tiempos desconfiados y tan necesitados de valores seguros, hay que ver en la Tercera Edad, literal y precisamente, una edad de oro.
Artículo aparecido en la edición vasca de El País.