Si la pereza fuese una disciplina olímpica, Francia debería invadir algún país para almacenar las medallas ganadas por los carteros parisinos. Los sucesores de aquellos personajes de Jacques Tati ríen en las terrazas y, levantando los vasos de cerveza, saludan con simpatía a sus víctimas. Las cartas que más sufren son las selladas como urgentes. Pueden tardar una semana en salir de un local que imagino perfecto para los juegos de naipes, los alcoholes fríos, el humo de tabaco y el tango lascivo. Lo inquietante es que esta desidia se haya contagiado a los críticos de literatura francesa. Fallecido Julien Gracq, al que consideraban el último jinete de la excelencia, han inaugurado un desierto artístico. Dada su tristeza, los analistas ni siquiera abren un garito para el jolgorio. En vez de champán, la abulia lacrimosa. Al mismo tiempo, lejos de tantas publicidades y decepciones, bastantes poetas escriben con calidad silenciosa. Son conocidos por un centenar de cofrades. Apunto varios ejemplos: el dramaturgo Valère Novarina; el imprevisible Philippe Beck; el refinado Alain Le Beuze; Jean-Paul Michel, que deslumbró a Roland Barthes y a Michel Foucault; el profundo Yves Bichet; el sugestivo Paul Le Jéloux; Yves Charnet, que renueva la desesperación de Rimbaud. No importa, los críticos se niegan a corregir la molicie y bostezan desde sus columnas. Esperan que el cartero, camarada de la lentitud, les traiga por fin las obras maestras del heredero de Albert Camus.

Aparecido en El Cultural.