Artículo aparecido ayer en la edición vasca de El País y firmado por Pedro Ugarte:

Seguramente nos asusta su advenimiento, pero hay que hacerse a la idea. En contra de lo previsto, a Euskadi llega la paz. Suena raro; la paz nos va a coger desprevenidos y, todavía peor, al principio no sabremos cómo usarla. Pero está ahí, a la vuelta de la esquina. Nadie nos explicó el sonido del universo sin la percusión constante del conflicto (el célebre Conflicto) retumbando en nuestras cabezas.

¿Cómo será vivir sin revivir a cada rato la épica latosa del pueblo vasco? ¿Cómo serán los políticos reducidos al papel de gestores del presupuesto público? ¿De qué hablaremos tertulianos y articulistas? ¿Cómo se vivirá en ciertos pueblos del Goierri sin la expectativa de un nuevo sábado recorriendo la calle Autonomía de Bilbao detrás de una pancarta?¿Cuántos héroes de tercera tendrán que explicar, de pronto, qué escribieron, sobre qué investigaron, a qué se dedicaron durante estos largos años? Se abre ante nosotros un abanico de sensaciones inéditas; hablar un idioma sin que ello importe una adscripción política. O todavía más: hablar un idioma sin que la señora del ascensor se apriete el bolso bajo el brazo -en serio, me pasó el otro día-. Imaginen unas elecciones forales en que el debate entre los candidatos sea el peaje de las autopistas, el tipo del IRPF o las desgravaciones por tercer hijo. Sí, parece imposible, pero cuando la paz haya llegado los candidatos tendrán que ocuparse de esas cosas. O todavía más, si ya lo hacen, les juzgaremos por eso, y no por compartir o no con ellos cierto imaginario. Nos tienen distraídos, ausentes, pero eso se va a acabar.

 

Mucha gente aprenderá a vivir de nuevo. Y sin engaños: las víctimas lo van a pasar mal, porque tarde o temprano llegará, si no la reconciliación, al menos el olvido; y con él la historia, esa versión burocrática e indolora de la verdad. Sí, las víctimas llevarán su dolor a cuestas, pero la sociedad no podrá seguirlas hasta el final, porque la sangre se diluye en los manuales de historia y en las hemerotecas. Y si algunos tipos confiesan que se han divertido mucho con toda esta historia, eso sólo demuestra que meterse en la trinchera de los buenos nunca hará bueno a un miserable.

 

Al otro lado queda la certeza de que tanta lucha, tanta muerte, tanta sangre, no han servido de nada. Entre estos, los honestos sufrirán la penitencia del recuerdo. Mientras otros gastarán los años que les queden rumiando su fracaso en alguna sucia taberna de su pueblo. Peor incluso, el fracaso podrá ser, para ellos, una forma de piedad.

Y a los demás nos quedará lo nuestro. A la clase política, la modestia de comprender que no es posible hacer historia a cada rato. Y a nosotros, al común de los mortales, la aceptación de que ser vasco resulta más llevadero, más liviano, que lo que nos dijeron siempre: soltar lastre y sentir que el camino se vuelve más ligero. Ya era hora.