Con la llegada de la noche, ha salido al balcón para despejarse. Hay luna llena. Sobre la arena de la playa bailan como mariposas manchas de luz. A lo lejos pasan los barcos con sus luces blancas. Hasta el balcón le llega el olor a salitre del mar, el vuelo de un pájaro en busca de su nido, el lejano aroma a mimosas. A excepción de su ánimo, todo está en calma. Una vez más ha entrado en conflicto consigo mismo. Ahora le gustaría estar lejos de aquí. Salvo ese, no tiene ningún otro deseo. Pasado y presente descansan en una misma niebla ciega y mansa.


Se ha levantado el viento. Imagina que la playa se cubre de copos de nieve tan grandes como margaritas. ¿Por qué ha sido tan cruel con Julia? Había tenido relaciones que se alimentan de caricias, del atractivo solar de los cuerpos -sabía de la ardiente voluptuosidad de su piel, de su radiante sensualidad, del amor de los amantes sin amor-, pero la repentina y violenta pasión que se ha despertado en él le resultaba desconocida.


Y se imaginaba a sí mismo como un superviviente, como un hombre que no se ataba amorosamente a nadie, que viajaba con un único libro y un cuaderno de notas, que contemplaba a las mujeres con una curiosa mezcla de frialdad y de deseo, como un hombre que aparecía y desaparecía siempre de forma inesperada un hombre que soñaba con escribir una obra breve pero esencial. Y al mismo tiempo se despreciaba por poseer esa imagen adolescente y edulcorada de sí mismo. ¿Y no habría algo intrínsecamente satisfactorio, se preguntaba, en contradecirse, en negarse a sí mismo?


Lento proceso (papeles mínimos, Madrid, 2013)