Siempre me ha fascinado el ajedrez. Resume en un tablero de 64 casillas la sociedad de clases, la guerra, la estrategia, la observación, la renuncia. La vida y la muerte. Cuando veo una partida al aire libre, me gusta husmear. Siempre se aprende algo.
Ésta transcurría al aire libre en La Casilda. Un señor entrado en años frente a un adolescente. Dos generaciones separadas por más de medio siglo.
El viejo, con un bastón entre las rodillas, que sujeta en vertical y fuertemente con sus manos. Manos nobles, de obrero que supo siempre vivir de su sudor. El chaval, menudo y con su inseparable smartphone, que vibra constantemente.
Cuando llegué, no había aún bajas y los peones avanzaban lentamente franqueando el paso a los alfiles. Los caballos realizaban sus primeros saltos.
El viejo se lo toma con calma. Observa, mueve su palillo de lado a lado en la boca y entonces hace un movimiento. Lentamente, con humildad. Clic.
El chaval reacciona con rapidez y responde en pocos segundos; sus movimientos son bruscos y contundentes. Con soberbia. Luego vuelve a whatsappear. Esto no le gusta al anciano: considera irrespetuoso que el chico menosprecie su meditada jugada contestando sin pensar y volviendo a lo suyo, sin prestar atención al transcurso de la partida, como si sólo le importara el instante, el hoy, y se olvidara del mañana. El señor se cobra varios peones, que retira con elegancia. Merma la retaguardia del joven, que se ve obligado a movimientos más largos y de piezas mayores. Al rato, los alfiles no tienen alas, las torres están condenadas, ya no hay caballos y la reina se ve arrinconada, entre sus flancos bloqueados, dejando al rey en el exilio.
Al chico le cuesta reconocer la derrota. Se olvida del whatsapp y se centra más en una partida que ya ha perdido. Ha pasado parte de su juventud a su contrincante, que recupera color en las mejillas y deja de observar el tablero para mirar a los ojos del adolescente.
¿Me pagas el cortado entonces? -Pregunta con una acertada sonrisa de maestro.
Inesperadamente, el joven sonríe, empuja su rey por la corona, y éste cae suavemente, a la antigua usanza. Ya no hay ni rastro de brusquedad ni soberbia. Recoge su smartphone, hace una seña al camarero, se levanta y da la mano a su oponente.
Es joven, pero no estúpido, y sabe que acaba de obtener una gran lección por poco más de un euro.