El comportamiento violento es algo que se transmite tan rápido y de forma contundente y eléctrica como un apretón de manos. Retrocedamos al principio de los tiempos, cuando no éramos más que simios encaramados a un árbol (A algunos les costará menos realizar este ejercicio).
Cada mono ocupaba un árbol. No era de extrañar: ¿para qué pelearse por un árbol habiendo tal abundancia?
La cosa empezó a complicarse con la ubicación de los árboles, su cercanía a un río, cantidad de fruta… También era importante su altura, que permitía escapar de forma más segura de otros depredadores no muy dados a lo vegetal.
Puede que de aquí provenga nuestra genética afinidad por los asuntos de urbanismo y calificación del suelo. Una vez distribuido cada árbol de forma, -digamos-, natural, todos los monos tuvieron un período de relativa calma.
Hasta que llegó ella. La mona.
Bueno, evidentemente, ella siempre estuvo, pero llegó un momento en que se hizo más protagonista en la medida en que la evolución le iba distinguiendo del macho, a base de curvas, pechos y labios carnosos, caracteres cuyo interés de unos y otras ha prevalecido en el tiempo.
La mona introdujo unos factores muy interesantes en la ecuación: por un lado, la obsesión del mono por copular la convertía en un bien inestimable. Por otro, estaba la necesidad instintiva de procrear y por último, estaba el ego del mono, principal fijación mental de los primates machos antes de que se inventara el fútbol.
La mona dominaba el arte de la seducción (de ahí el adjetivo “qué mona estás”), lo que unido a sus feromonas (palabra también etimológicamente unida a la mona), convertía la comunidad simiesca en un hervidero continuo. Ya no bastaba con un árbol más o menos alto y fructífero. Había que impresionar a la mona con más árboles, todos altos y muy erectos, asegurándose así su interés y por ende la envidia y el respeto del resto de los monos.
Y así, la mona fue condenada a asistir a las aburridas disputas de los machos por poseerla, ya sea en duelo abierto sobre una rama o en la final de la superbowl, ejerciendo su papel de animadora, con indisimulado desinterés.
La semilla de la discordia estaba plantada. Cada mico tenía que hacerse respetar para proteger su imperio en auge y crecer en número de monas y de árboles tan rápido como le fuera posible.
Y se inventó aquello de que quien pega primero pega dos veces. No bastaba ya con protegerse, había que prevenir. Y así, la naturaleza fue haciendo su trabajo de selección dejando en el camino primero a los más débiles y, con el paso del tiempo, a los más tontos. Que luego esto último se revirtió, pero eso es otra historia.
Con el paso de los siglos, los árboles fueron sustituidos por edificios que pugnaban entre sí para llegar lo más alto posible, coches con motores cada vez más potentes, deportes cada vez más agresivos, cohetes que cada vez llegaban más lejos y que curiosamente siempre semejaban falos.
Y es que la mona tenía algo que desconcertaba al mono. Mejor dicho, carecía de ello: no mostraba agresividad salvo para defender a sus crías. Y no se prestaba a disputas pueriles. Era inteligente y a la vez cariñosa. Dulce y temible.
Esto hacía desconfiar al mono, que fue modelando su evolución protegiéndose de ese ser por el que sentía fascinación, pero también miedo. Veía su inferioridad y construía su sociedad privándola de poder, sometiéndola por la fuerza y haciéndola en muchos casos chivo expiatorio de sus pecados y frustraciones.
La mona también evolucionó en la forma, pero en el fondo sigue siendo el motor de desarrollo del ego del hombre y a menudo víctima de sus enfrentamientos, de sus pasiones, de sus instintos, de sus fracasos.
Un hombre consigue lo que quiere imponiéndose a los demás en la forma que puede, ya sea física cuando es niño, intelectual cuando es mayor y torticera si es concejal u obispo.
Hay ciertos árboles que estuvieron ocupados por monos y monas silenciosos y silenciosas que observaban, pensaban y deducían. Que fueron testigos de la evolución y a cuyo estudio y reflexión debemos hoy nuestro conocimiento. Que se conformaron con una rama solitaria en pequeños árboles apartados.
Es gracias a ellos que el tamaño de nuestra boca se ha mantenido en límites razonables a favor de las orejas y los ojos. Que la fuerza se equilibró con la habilidad. Que los sonidos guturales tornaron en notas musicales.
Cuando bajaron del árbol poblaron Mesopotamia, el Antiguo Egipto, Roma…si bien es verdad que con el tiempo se fueron relajando y la decadencia nos trajo el consumismo desmedido, las telenovelas y a Georgie Dann.
Y cuando quisieron retornar a los árboles, era ya tarde, porque la madera de estos ardía para alimentar su ego desbocado.
La mayoría de los actos violentos se han producido mayormente contra mujeres. Ellas son víctimas del egoísmo, del ansia sin límites del hombre.
Y a ellas mayormente va dedicado este artículo.