Algo se removió en las entrañas del fotógrafo Steve McCurry cuando, en 1984, inmortalizó a Sharbat Gula, una huérfana pastún de 12 años, en un campo de refugiados en Pakistán, después de que su pueblo fuera bombardeado por los soviéticos.
Pasaron otros 17 años y él decidió ir a buscarla. No conocía ni siquiera su nombre, pero sabía que esa mirada no languidecería nunca, aunque el cuerpo de la mujer de 30 años mostraría sin duda los signos del agotamiento y la amargura que suponen envejecer en aquellas latitudes, especialmente cuando te toca en la ruleta el genero equivocado.
Aquellos ojos verdes tan magnéticos daban color a un alma atormentada.
Dos esmeraldas en un paraje sórdido. Dos dramas tallados en una cara inocente que nos cuentan en un instante y en silencio el drama de una niñez no vivida. La mirada huidiza de una ardilla que corre a esconderse.
Así que el fotógrafo y pintor siguió el rastro como pudo y aunque la mujer que encontró no tenía nada que ver con la niña de entonces, su mirada seguía teniendo el poder de clavarle a uno a dos palmos del suelo.
Por eso la encontró.
La niña, ahora mujer, ha visto el mundo a través de una rendija, pero su mirada conserva la belleza que cautivó al fotógrafo tantos años atrás, pidiéndonos que los miremos como se merecen. Que no los ignoremos; que tienen mucho que contar.
Quizás el fotógrafo estuvo siempre esperando esa mirada y una vez la contempló, tan sólo tuvo que seguir su instinto para volver a encontrarla. Para no perderla nunca más.
Y es que hay miradas que pesan. Y que enganchan.
Foto de graffiti de Sharbat Gula en Gernika, vía Zarateman
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