Amenaza lluvia en una mañana nada apacible. El tráfico resulta viscoso, como caminar en mermelada. Los semáforos se suceden en rojo en la avenida de tres carriles aumentando la acidez de los estómagos. Todos tenemos prisa, como siempre, y no entendemos para qué tanto carril si no podemos correr. El coche que me precede se para con luz verde y dispara la ansiedad de los que le seguimos. Todos murmuramos juramentos que mueren en nuestros vehículos y cuando estoy por bajarme para decirle que mejor se compra una burra o que deje de contestar sus malditos WhatsApps, veo una moto parada, justo delante de él. El motorista, sin despojarse del casco, acaricia a un gato callejero que ha llevado con infinito cariño hasta el césped que limita la vía. Lo ha debido atropellar y está aturdido pero de una pieza. Todos contemplamos la escena en silencio. Nadie osa usar el claxon; rompería el momento, el gesto que nos va a compensar todo lo malo que nos queda aún por ver en esta jornada fría y plomiza. Juraría que incluso ha asomado el sol.
Finalmente el coche rodea la moto con cuidado y la caravana comienza a fluir. Ninguno podemos evitar mirar a nuestra izquierda mientras pasamos lentamente y con solemnidad junto al animal y al motorista. Y con esa viva imagen de ternura continuamos nuestro camino a la rutina, sumidos en profundos pensamientos, comparando las dos versiones de nosotros mismos que separaba ese semáforo.
Sigo creyendo que, al fin y al cabo, siempre queda esperanza.
(Texto publicado en Deia el 18 de enero de 2018).