"Fue Alexis de Tocqueville el primero que valoró el concepto de 'sociedad civil' en su famoso libro 'La democracia en América', y la definió como el conjunto de organizaciones e instituciones cívicas voluntarias y sociales que actúan como mediadores entre los individuos y el Estado, incluyendo a todo tipo de asociaciones, grupos intermedios, clubes, sociedades de pensamiento, universidades, colegios profesionales y comunidades religiosas.
Hoy sabemos que la existencia de una sociedad civil, diferenciada de la sociedad política, es un prerrequisito para la democracia. Sin ella no hay Estado legítimo, declara el sociólogo y premio Príncipe de Asturias Alain Touraine. Y autores como Jürgen Habermas han teorizado sobre el valor y la funcionalidad de la sociedad civil como prerrequisito de la democracia. Habermas distingue dos componentes principales en la sociedad civil: por una parte la libre asociación de los ciudadanos que, autoorganizándose, hacen posible defenderse de la acción estratégica del poder y del mercado; y por otra parte el conjunto de movimientos que plantean nuevas demandas sociales y vigilan la aplicación efectiva de los derechos ya otorgados: el fenómeno Wikileaks sería un ejemplo novedoso y revolucionario de cómo la sociedad civil global se hace valer ante la sociedad política global.
Si hay un ámbito en el que la sociedad civil debe ser tenida en cuenta es precisamente en el ámbito de la sociabilidad espontánea, es decir, en la ordenación del tiempo y el espacio de la convivialidad, donde junto a lo expresamente político se materializan los fenómenos culturales, tradicionales, consuetudinarios, deportivos, lúdicos y religiosos. Las fiestas, los toponímicos, las formas de saludo y la vestimenta, las tradiciones orales, el cancionero popular, las tendencias artísticas y estéticas, los usos y costumbres de una sociedad determinada no nacen en el Boletín Oficial del Estado sino en la urdimbre misma de la vida social.
Un entendimiento mediador y no doctrinario de la laicidad nos debe llevar a comprender que lo político y lo jurídico no agotan toda la realidad social y humana; especialmente en lo referido a las fiestas la sociedad civil tiene tanto o más que decir que la sociedad estrictamente política, porque el ámbito de las fiestas y de los usos sociales tiene que ver con nuestra creatividad colectiva, una creatividad a veces contradictoria y conflictiva pero que hunde sus raíces en la historia, la tradición y en muchas ocasiones en las puras inercias sociales, que nunca se detienen sino que permanentemente cambian y evolucionan al ritmo de los cambios de mentalidad y la innovación social. Eso hace que hoy, entre nosotros, sean tan representativas de nuestra realidad social -plural y contradictoria-, las redes sociales tejidas en Facebook o en Twitter, las procesiones de Semana Santa, la exhibición de carrozas del Orgullo Gay o las manifestaciones del Primero de Mayo.
Me considero un laicista convencido y creo que la confusión de Iglesia y Estado no es buena ni para el Estado ni para las iglesias, creo que tenemos todavía mucho que hacer para garantizar la aconfesionalidad de los poderes públicos que acordamos en el pacto constituyente, y, al mismo tiempo y sin contradicción, me encuentro cómodo en un cristianismo subjetivo y abierto� y por supuesto me gusta la Navidad, que a mi juicio no es sólo una fiesta religiosa cristiana -que lo es- sino que hace mucho que se ha abierto, felizmente se ha secularizado mezclándose con los actos festivos del Fin de Año, de tal modo que sin grandes problemas integra en su carácter festivo a todos los que celebran haber nacido, y pueden pasar un año más junto con aquéllos que aman y les aman. A mi juicio, en la fiesta llamada de la Natividad celebramos -quizá sin saberlo- el hecho de haber sido acogidos en un 'nido' de afectos que nos ha permitido ser lo que somos.
La libertad que garantizan nuestras instituciones políticas democráticas y nos hace ciudadanos nos dignifica, porque nos empodera como seres humanos, varones o mujeres, autónomos y responsables. Pero junto a la libertad civil y política existe otro gran valor dignificante: la piedad de la que habla Hans Castorp en 'La montaña mágica', y que puede definirse como esa conciencia/sentimiento de asombro y respeto ante la profundidad de la vida y de realidad que nos rodea, a la vez terrible y fascinante. Ese sentimiento, según el teólogo luterano Rudolf Otto, es, en su raíz, un sentimiento religioso, previo a cualquier confesionalidad, un sentimiento de asombro y temblor ante lo absolutamente Otro, y esa piedad, de otra manera, también nos dignifica, nos vacuna contra la banalidad y nos hace conscientes de la radical originalidad de nuestra condición humana.
Ese sentimiento está, para quien quiera verlo, presente poéticamente en la celebración de la Navidad."
Artículo de Javier Otaola aparecido hoy, 27 de diciembre, en El Correo.