La teoría y la práctica narrativas se han preocupado siempre por las relaciones entre ficción y biografía. En la frontera que separa ambas nociones se desarrollan géneros como el diario ficcionado, las memorias o el ensayo. Exhibicionismos aparte, estas formas han servido de acicate para meditar sobre la propia realidad del hombre y el modo en que cada persona decanta sus propios recuerdos en una especie de fondo privado que construye su propia identidad.

Quien tenga interés por reflexionar sobre estas cuestiones puede leer Montauk, la novela que Max Frisch (1911-1991) publicó en 1975, y que en 2006 lanzó Laetoli. Su subtítulo (“Un narración”) ponía sobre aviso al lector de las premisas del creador suizo. Montauk carece de trama como tal. Un veterano artista europeo pasa un fin de semana con su joven amante Lynn en Montauk, un lugar remoto situado a unas cien millas de Manhattan. Conforme el tiempo transcurre, la compañía de Lynn trae a la memoria instantes de la vida del narrador que refrescan su pasado y, en especial, su relación con las diversas mujeres que ha conocido.

Montauk –cuyo epígrafe, no en vano, es una cita de Montaigne– tiene mucho de obra crepuscular, y bastante de ambiguo ajuste de cuentas. Ningún autor (nadie) es inocente cuando habla de su vida. Por eso hay que relativizar que las mujeres de Frisch, en general, no salgan bien paradas en este libro –y en ello se llevaba la palma la escritora austriaca Ingeborg Bachmann, que mantuvo con Frisch una tormentosa relación–. ¿Dónde termina la vida de un autor y empieza su ficción como artista? ¿Son posibles alternativas saludables a los recuerdos puros y a la pura imaginación? ¿Y son necesarios?

Artículo aparecido en la Revista Luke del mes de mayo.