Todos los que andamos por la cultura deberíamos recordar, en esta época de confusión intencionada o de estéril escepticismo, algunas verdades sencillas. Son las verdades de nuestros abuelos intelectuales, pero también las verdades que canta el barquero en el último viaje.
Hago esta reflexión después de leer un poco a María Zambrano. La filósofa exiliada y tachada de las listas oficiales de entonces y de ahora, la poeta pensadora que dotaba a su prosa de ritmo y concepto, me aconseja no caer ni en la comodidad pos-moderna ni en la facilidad pop-moderna. Hay un librito, Poesía y filosofía, que compendia parte de su obra y que debería ser lectura obligada para sacar el carnet de pensador. En él encontramos los grandes temas, las grandes preguntas y el eje de cualquier actividad intelectual: el asombro.
Zambrano pensó en el poeta y en el filósofo, pero también en el hombre religioso y en el hombre moral. El motor de cualquier labor artística, reflexiva, creyente o creadora parte para ella de la admiración del ser humano ante lo existente. Después, los derroteros divergen dependiendo de la reacción de esa persona ante el asombro. Por ejemplo, de la violencia del filósofo que abstrae categorías y formula leyes universales –que tiende a explicar los fenómenos por las causas– a la recreación constante del artista –que aspira a exponer el asombro inicial mediante otros asombros análogos que desencadenan la obra de arte–.
Me temo, sin embargo, que no estamos (todavía) ante un siglo de admiraciones ni asombros. Estamos, más bien, frente a un siglo de imposturas veladas, de cinismos de corte, de epígonos correctos. Estamos, acaso, en el manierismo del consenso y la falsa vanguardia. Me conformaría con que un joven artista o un joven filósofo descubriera a Zambrano y aprendiera a mezclar imagen y pensamiento, rigor y belleza, al servicio del prójimo.
Aparecido en la revista Luke del mes de noviembre.