Dante puso a las puertas de su Infierno un cartel que invitaba a perder la esperanza. Y precisamente un infierno describió el jueves en San Sebastián, durante una conferencia, Godelieve Mukasarasi, responsable de SEVOTA, una organización que se ocupa en Ruanda de las mujeres que, durante el genocidio que asoló ese país, fueron víctimas de violaciones y agresiones sexuales. No reproduciré aquí los pormenores del tormento que esas mujeres padecieron -sus testimonios recogidos en un video merecen difundirse a través de los medios de comunicación e incluirse en nuestros programas educativos-, sólo las marcas que las agresiones dejaron en ellas: mutilaciones, enfermedades (la mayoría fueron infectadas con el VIH), traumas psíquicos, estigmas sociales, y la abrumadora realidad que suponen los hijos nacidos de aquellas violaciones y que hoy, además, nadie quiere "socializar", que son rechazados en sus comunidades como "portadores de desgracia" o "hijos del odio".
Dante invitaba a perder cualquier forma de esperanza porque lo propio de aquel infierno era durar eternamente. El mismo día en que Godelieve Mukasarasi presentaba su ponencia, se publicaba que el fiscal de la Corte Penal Internacional de La Haya acusa a Gadafi de ordenar violaciones en masa de mujeres y de haber distribuido entre sus tropas medicinas similares al Viagra para fomentar esas agresiones sexuales. Ambos sucesos son en sí mismos y por separado espeluznantes. Pero juntos, unidos en esa coincidencia, resultan todavía más brutales, porque expresan la "eternidad" que afecta a la violencia contra las mujeres, una violencia que no sólo se produce sin cesar, sino que lo hace con una infernal identidad en los términos.
A pesar de que el voluntarismo de muchos discursos dibuja la lucha contra los crímenes de género como una línea recta, como una progresión que va dejando atrás lo peor, la realidad es que la figura que estos crímenes componen se parece más a la de un círculo donde los avances y los retrocesos giran juntos, o lo que es lo mismo, donde los retrocesos se sitúan también por delante. En el terreno del sexismo, de la violencia contra las mujeres no vamos aquí a mejor. No indican que vayamos a mejor ni las estadísticas anuales de asesinatos, ni las que señalan que un tercio de las víctimas y de los verdugos de género son jóvenes. Ni el que nuestra sociedad siga manteniendo en este asunto una postura desapegada, indiferente, cuando no tolerante: a pesar de las decenas de muertas cada año, sólo un 3% de los españoles considera que la violencia de género es un problema social grave. Esta cifra estremece por sí sola, pero unida a otras, al 1,9% que considera que la violencia machista es aceptable en algunas circunstancias, al 5,9% que ve aceptables las agresiones si tienen lugar en una separación en que el hombre es abandonado por la mujer, unida a otras esa cifra dice más: dibuja con más precisión el círculo y el infierno.
Artículo aparecido en El País.