Cuando la muerte se hace dueña de un territorio, los buitres planean por los lugares más salvajes para recoger los cadáveres. Y no nos queda otra tarea que recoger los cadáveres de aquella muerte sembrada durante siglos en África. Lo único que nos preocupa es que sean visibles. Si nadie se hubiese enterado no tendríamos esa sensación de dolor humanitario. Porque al espectáculo de los tres centenares de personas muertas junto a Lampedusa no se le ha cerrado el grifo y otro medio centenar ha vuelto a empañar los cristales de nuestra supuesta inocencia. El goteo no cesa.
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