El relato Un dossier y algunas vísceras, de Esther Zorrozua, es capítulo 4 ganador de la novela comunitaria de To Be Continued, un concurso de novela ilustrada en colaboración entre todos los usuarios de Internet. Colaboran en el proyecto Ediciona, Soopbook, Aloído, Dosdoce y el Instituto Cervantes. TO BE CONTINUED nace con la intención de crear un libro de calidad escrito e ilustrado por los usuarios de la red. Comenzó el pasado 19 de enero con la publicación en la web de un primer capítulo de final abierto. Para ello se le pidió a Santiago Roncagliolo (ganador del Premio Alfaguara), que asumiera el reto de dar el pistoletazo de salida del concurso. A partir de este momento, el proyecto pasó a manos de los concursantes, y están siendo ellos los que, han ido proponiendo posibles continuaciones de entre 5 y 15 páginas. Tenéis toda la información aquí.
El capítulo de Esther lo podéis seguir en este enlace o seguir leyendo..."Tere, la camarera del Leven Anclas, se llevaba pensativa puñados de cacahuetes revenidos a la boca. Los clientes del fondo parecían absortos en alguna conversación sesuda, tal vez discutiendo los pormenores de una herencia o cerrando los detalles de la entrega de algún cargamento poco legal. El caso es que habían pedido tres vasos y una botella entera de ginebra. Estaba convencida de que no le iban a dar guerra durante un rato.
Trataba de recordar algo sobre el tipo de espalda ancha, algo que le había chocado. El goteo de sangre había sido definitivamente llamativo, aunque él se empeñase en decir que era tinta de bolígrafo. Pero había algo más. Algo que no conseguía identificar. Ya le daría vueltas más tarde; si venía el jefe y veía aquel reguero, le iba a caer una buena bronca. Mejor limpiarlo cuanto antes.
Cuando se abrió la puerta del bar con un chirrido de goznes, la camarera volvía del interior del almacén con un cubo medio lleno y una fregona. Era una patrulla rutinaria de municipales que hacían la ronda y paraban a hacer un descanso. El agente Lamas llevaba toda la tarde con la tripa suelta y necesitaba visitar el baño. Ya era la cuarta vez que le ocurría desde que habían empezado el turno.
―Hay que vigilar lo que se come, Lamas ―le amonestó el compañero―, que no podemos andar buscando un retrete cada dos por tres.
―Han sido esos calamares ―se justificó Lamas mientras buscaba desesperado y sudoroso el camino del baño.
―Y eso, ¿qué es? Parece sangre… ―el agente señaló el reguero rojo en el suelo.
―Tinta de bolígrafo ―saludó Tere.
―Tenía que ser un bolígrafo muy grande…
―Es lo que dijo el cliente.
―¿Qué cliente?
―Uno. No lo había visto nunca. ―Tere hablaba mientras pasaba la fregona por el suelo y limpiaba el desaguisado. Para entonces ya se había dado cuenta de que no era tinta de bolígrafo porque se iba con relativa facilidad.
― Espere un momento. Tengo que recoger una muestra para llevarla a comisaría. No tengo nada con que… Deme un trozo de papel de aluminio y un palillo. Saldremos del paso.
La camarera dejó de fregar y fue a buscar lo que se le pedía sin ninguna prisa, como si no le afectara. Estaba convencida de que así era. Ninguno de los dos agentes tenía el más mínimo atractivo. Y Tere sólo vivía para que alguien la sacara de aquella vida miserable.
―Descríbame a ese cliente.
―Alto, ancho, pelo blanco, con una gorra…
Fue en ese instante cuando Tere cayó en la cuenta: no le había visto los ojos más que de refilón, unos ojos duros, pequeños y de distinto color. Eso era lo que le había producido la inquietud que sentía. Un ojo muy oscuro y el otro claro, azul o gris. Decidió, en un segundo, no compartirlo con el agente. A ver si iban a pensar que se inventaba las cosas para darse importancia.
Lamas volvió del baño, pálido, como si hubiese visto a una corte de fantasmas. Pidió una manzanilla. Tere le preparó la infusión y terminó de fregar el suelo. El agua del cubo quedó teñida de rojo.
―Parece sangre, ¿verdad? ―comentó con desinterés.
―Parece…
En cuanto el enfermo se tomó la manzanilla, la patrulla abandonó el bar con la prueba en el bolsillo. La camarera encendió la radio y buscó la sintonía de los 40 Principales. Le faltaban todavía un par de horas para terminar el turno.
En otra parte de la ciudad, la madre de Rosa procuraba tranquilizar a su hija. Desde luego, presentaría una denuncia por la poca consideración con la que habían tratado a la niña. Había sido un atentado contra la dignidad de su pequeña dejarla en ropa interior en medio de la calle, a la vista de todo el mundo, por muy importante que fuese el vestido como prueba. ¿No podían haber recogido una muestra del suelo? Se había formado un charco enorme con el reguero que caía de la marquesina. Y puesta a quejarse, ¿por qué tenía la mala suerte de que su niña fuera la única testigo de los hechos? Ahora la iban a marear. Una cosa era la colaboración ciudadana y otra muy distinta que alterasen la vida a una familia entera por estar en el sitio equivocado en el momento más inoportuno. Y lo que más rabia le daba de todo: ese día su niña llevaba la ropa interior más gastada y amarillenta de todo su armario. Si al menos le hubiese puesto el conjunto rosa de puntillas… Las demás madres se habrían fijado en ese detalle. Su hija había sido expuesta a la vergüenza pública por la decisión precipitada e inconsciente de un inspector que no sabía nada de niños ni tenía la más mínima delicadeza por los sentimientos de una madre.
―Tenía los ojos de distinto color…
―¡Qué cosas se te ocurren, hija!
―¡Es verdad! ―La madre le arropó con toda la delicadeza de la que fue capaz en su estado de indignación.― Mamá, ¿volveré otro día para ver el musical?
―Seguramente, con todo este lío, cerrarán el teatro durante un tiempo.
―Yo no puedo seguir viviendo sin conocer, ver y tocar a Zac Efron.
―No depende de mí, pero si lo vuelven a poner, te prometo que irás. Anda, bébete el colacao que tienes que descansar.
En la habitación de la séptima planta de un céntrico hotel, María Fernanda Gambazza Aguirre se frotaba las manos. Es un decir. En realidad, se había descalzado sus carísimos Manolos que habían caído de cualquier manera sobre la moqueta de lana australiana y se hallaba recostada en la cama sobre cuatro almohadas mientras disfrutaba de un gintonic muy seco, que a ella le gustaba tomar con aceituna, como los martinis.
Su hijastro era un ingenuo. Y además, un cobarde. En cuanto las cosas se ponían feas salía con el rabo entre las piernas, como si cerrando los ojos desapareciera la realidad. Fermín era un flojo que daba risa. En cualquier historia policiaca es el poli el que sale persiguiendo al malo. Pero aquí era justo al revés: Fermín salía corriendo y el asesino del ojo de buey le iba detrás. Pero estaba decidido: las carreras se iban a acabar.
Cuántas veces pensó meterlo en el negocio, recordó María Fernanda. Menos mal que se dio cuenta a tiempo de que no tenía agallas. Allá en Buenos Aires, la inspectora Gambazza había conseguido reunir un buen plantel de incondicionales dirigido por un par de generales de las SS huidos al otro extremo del mundo tras la debacle alemana en la II Guerra Mundial. No había sido difícil. Un poco de organización y mucho cuajo. Hacía cerca de veinte años que habían puesto en marcha una de las empresas más prósperas que se podía imaginar: el tráfico de órganos.
―Fermín, ¿te interesaría formar parte de un proyecto en el que estoy trabajando? ―le preguntó un día de verano, bajo la sombra fresca de unos laureles de indias.
―¿Es legal? ―él siempre con sus pejigaterías.
María Fernanda no contestó. Lo cual era una respuesta en sí misma.
―Guárdatelo para tu disfrute personal. No me fío de tus proyectos ―le espetó el hijastro aquel día.
Y así había quedado fuera del negocio, sin querer saber nada más, sin molestarse en conocer las condiciones, los riesgos ni las ganancias.
Fue por esa época cuando contrataron a Greg, el albino de ojos bicolores, una mala bestia con la fuerza de un martillo neumático y la precisión de un bisturí japonés. La organización recibía todo tipo de peticiones de órganos: corazones, pulmones, ojos, riñones… El comité fijaba un precio según la dificultad, siempre ajustable dependiendo de los imprevistos surgidos, y el resto del equipo se ponía en marcha. María Fernanda era la encargada de marcar la pieza, Greg conseguía el premio gordo, y otro tipo, Luc, alto y estrecho como una longaniza, que siempre viajaba con una nevera de mano, se ocupaba del traslado urgente a destino. Era un sistema infalible, como habían comprobado multitud de veces, salvo que una recua de incompetentes se cruzara en el camino. Y el equipo de Quijano, Fermín y Navarro no parecían precisamente unos genios. De momento, no habían hecho nada excepto entorpecer su misión.
También era verdad que en esta ocasión Greg y Luc se habían enfrentado en plena actuación por una nimiedad, y ahora sabía que el equipo formado por Fermín, Quijano y Navarro, el imbécil de Navarro, tenía en sus manos una prueba abandonada a la carrera por sus hombres.
La víspera, María Fernanda se había reunido con sus dos cómplices en un callejón oscuro de Lavapiés. Había identificado la pieza y entregado todo un dossier de lo que se necesitaba para la ocasión. La víctima era Christopher E. McAndrews, que se hallaba de viaje para asistir a un congreso, y debían abordarlo, tras haber pronunciado su conferencia, en el tercer piso de un edificio de la Gran Vía en cuyos bajos había un teatro. Habría suficiente barullo para pasar desapercibidos, porque esos días se representaba High School Musical y la avalancha de niños y adolescentes estaba más que asegurada. Ya se sabe cómo gritan los críos. El coro de sus voces agudas amortiguaría cualquier otra cosa, especialmente los gritos de un hombre siendo asesinado. Pero McAndrews resultó más escurridizo de lo que se pensaba y, aunque no sospechaba nada del plan, al ver a los dos matones aproximándose cuchillo en mano, entró en pánico y se tiró por la primera ventana que encontró abierta, yendo a caer sobre la marquesina que cubría la puerta principal del teatro en el que actuaba el pseudo-Zac Efron, el delirio de las nenas.
―¿Y qué hacemos ahora? María Fernanda nos va a hacer picadillo ―preguntó Luc, el hombre pegado a una nevera.
―Tenemos que buscar un acceso desde el interior del teatro. No vamos a tirarnos también nosotros por la ventana ―propuso el albino―, y tiene que ser antes de que se le pase la conmoción. Así no se pondrá a chillar como un gorrino cuando lo destripemos.
De esa manera, le había contado luego Luc por teléfono a Gambazza, habían accedido a lo alto de la marquesina. Pero una vez allí, volvió a surgir el conflicto. Greg, llevado por la excitación previa al desarrollo de su trabajo, se había adelantado y le había sacado los dos ojos al sujeto (también le había rajado toda la cara para desfigurarle) y los enarbolaba orgulloso ante Luc.
―Es el riñón izquierdo ―apuntó Luc.
―¿Cómo?
―Que necesitamos el riñón. Los ojos no nos sirven de nada, paleto.
―¡Déjame ver!
Luc le mostró el dossier que llevaba consigo.
―Mierda. Aquí pone el derecho.
―¡¿Cómo estás mirando el esquema?! ¡¿No ves que está al revés?!
Sin más preámbulos, Greg abrió en canal al pomposo director general de Red Sailor Cruises y extrajo con precisión de cirujano ambos riñones, para introducirlos en el interior de la nevera portátil.
―Ahí tienes, llévate los dos y que elijan el que más les guste. ―El albino era así de flamenco a veces.
―Es el izquierdo y me llevo el izquierdo. El otro te lo meriendas entre pan y pan.
Y tras dejar el riñón sobrante sobre la marquesina, Luc desapareció con la nevera en la mano rumbo a su destino. A Greg le dio tiempo a observar que la cabeza del cadáver había quedado encajada en una de las O de School, como una flor que abre su corola, pero no era muy dado a lirismos, así que dejó todo como estaba, riñón abandonado incluido, y salió por el mismo lugar por el que había entrado.
Luego cruzó de acera y se quedó a observar los resultados, la reacción de la gente, el eco de su acción. Esa parte le encantaba. Era su favorita. La satisfacción de un trabajo bien hecho. Estuvo allí un buen rato comprobando cómo se desataba la histeria y hasta qué punto llegaban la ineficacia y falta de coordinación de fuerzas policiales y servicios de asistencia. Fue testigo privilegiado de la caída del muerto desde la marquesina a manos de los efectivos. Y cuando se cansó del espectáculo, echó a andar sin un destino concreto. Hasta que llegó a la altura del Leven Anclas y entró a confraternizar con un vaso bien cargado de cualquier cosa que tuviera más de 40º de alcohol. Cuando la cháchara de la camarera falsamente francesa calentó los cascos a Greg lo suficiente como para desear cortarle las cuerdas vocales de un certero golpe de bisturí, decidió que era momento de irse. No convenía salirse del programa previsto y actuar por impulsos.
Había alquilado un piso diminuto en el que sólo pensaba dormir y ducharse. Y planificar el golpe siguiente en cuanto Luc volviese de Zurich, adonde se había dirigido para hacer la última entrega. Greg se desnudó y se dio la recompensa de una ducha larga y caliente hasta quedar completamente relajado. Lo necesitaba. A pesar de su imagen fría y despiadada, los años no pasaban en vano y, últimamente, había empezado a notar que estas misiones rápidas, en las que incluso había que improvisar, le originaban unas contracturas que sólo se aliviaban con la acción benefactora del agua corriendo espalda abajo. Mientras se secaba, se observó en el espejo. No le extrañó que la gente sufriera temblores al verle. Su propia envergadura ya impresionaba. El pelo tan blanco, la aparente ausencia de cejas y aquella paradoja en la coloración de sus ojos le conferían un aspecto monstruoso.
― Parece que estuvieras hecho de retales ―solía decirle Luc cuando quería burlarse de él.
Era duro enfrentarse con sus demonios interiores. Por eso procuraba evitarlos y centrarse en la acción. En realidad, era lo único que podía hacer. No tenía elección. El próximo trabajo sería el número 53, el que enmarcaba en un círculo rojo el rostro del teniente Colifatto. Un jeque de Qatar se estaba quedando ciego a causa de la luz hiriente del desierto que reverberaba en la arena y le quemaba incluso los párpados. Necesitaba un par de ojos nuevos. Fermín Colifatto tenía una vista de águila y era capaz de distinguir un grano de centeno en un trigal. Además de una gran capacidad de observación. Se había entrenado desde pequeño haciendo puzles. Era capaz de hacerlos a mayor velocidad que nadie, niño o adulto, puzles de mil o de cinco mil piezas. Era su talento particular. Por eso lo había contratado la policía. Porque, colocado en el escenario de un crimen, tenía el talento natural de descubrir de inmediato qué estaba fuera de lugar.
― Esto no debería estar aquí ―era su latiguillo. Y a partir de ahí empezaba a trabajar el resto del equipo.
María Fernanda Gambazza Aguirre conocía esa virtud. Fue ella misma quien propuso marcar como pieza a su hijastro. Fue por eso, también, que se trasladó a Madrid, para supervisar personalmente la misión. Aquella misma noche celebrarían la primera reunión, en cuanto Luc estuviese de regreso. Greg miró los dos ojos que había extraído en un arranque de profesionalidad equivocada, que ahora descansaban sobre la mesa de su piso. Se preguntó si esos podrían haber servido. Ya sabía lo que contestaría María Fernanda. Ella quería los ojos de su hijastro."