Artículo de Luisa Etxenike aparecido ayer en la edición vasca de El País.
Hace unos días, Esperanza Aguirre anunció que padece un cáncer de mama, colocando así el derecho a la intimidad que como ciudadana le corresponde detrás de la responsabilidad de transparencia que los líderes políticos asumen también. Tras conocerse la noticia se han multiplicado las declaraciones públicas y las muestras de apoyo. Entre nosotros adquieren especial significación las palabras de ánimo del alcalde de Bilbao, que conoce de primera mano no sólo el paso por la enfermedad, sino la vuelta después a la normalidad de la vida política.
Esas muestras de apoyo, los deseos de un rápido y definitivo restablecimiento -y sumo desde aquí los míos- han venido de todas partes, incluidos políticos de la oposición y ciudadanos que no son del ámbito ideológico de Esperanza Aguirre; y podemos pensar que se deben a que el anuncio de la enfermedad suspende el esquema relacional anterior e instaura súbita, espontáneamente, otro en el que la posición política pierde protagonismo frente a la condición humana. Y en el interior de la condición humana las distancias son otras, son cortas, porque el que más y el que menos sabe de lo que se habla y lo que se siente ante una enfermedad así; comprende la cuesta que ésta pone, de repente, en el paisaje de las emociones y de los pensamientos.
Esas distancias abolidas o reducidas entre el político enfermo y la oposición y, sobre todo, la ciudadanía creo que merecen conducir a una reflexión más general sobre otras distancias. Sobre la distancia que, en circunstancias nada excepcionales o completamente corrientes, separan en nuestras sociedades a la clase política de la ciudadanía, por un lado, y, por otro, a los privilegiados de todo orden de los cada vez más desfavorecidos. Una distancia que, en las últimas décadas, no ha dejado de crecer y que en los últimos tiempos la crisis está disparando. Porque mientras en los países emergentes se avanza en la ideología y en la práctica hacia un acortamiento de las distancias entre ricos y pobres, tanto en términos estrictamente materiales como también de cultura e (in)formación, en Europa esas distancias no han dejado de crecer, de abrirse. Y se ha abierto también entre la clase política y la ciudadanía una brecha -a estas alturas ya un foso- de desconfianza que no va a cerrarse espontáneamente, por pura "mecánica" electoral, sino que hay que colmar a conciencia. Desde una actualización urgente y exigente de los principios y los compromisos a favor de la justicia social y el Estado de bienestar, que representan, ni más ni menos, que una sociedad considera inaceptable que en su seno coexistan la opulencia y la precariedad, la despreocupación por el mañana, y el temor y la angustia por el ahora mismo.
Y una actualización además del principio de que un mandatario político es un servidor público, un obligado a las distancias cortas con la ciudadanía, tan cortas que vive sus preocupaciones y aspiraciones en carne viva y propia.