Artículo de Javier Mina aparecido en la revista digital Fronterad:
"El maestro de San Isidoro quiso plasmar la omnipotencia de Dios en las pinturas del panteón de la basílica de la capital leonesa. Para dar confianza a los muertos y prepararles para el Más Allá, utilizó los signos del zodiaco -a fin de hacerle dueño y señor del espacio-, y un calendario para hacerle dueño del tiempo. Pues bien, las estampas que representan habitualmente los doce meses del año comienzan con el mes de enero que es Jano y su doble cara -la posterior mirando hacia el año que concluye y la de delante hacia el año por venir-, sólo que el genial maestro que intervino en León se olvida del personaje mítico y recurre a una metáfora más doméstica, la de las puertas -una que se cierra y otra que se abre- para indicar que se entra en el tiempo como se entraría en una sala.
Tras ir relacionando cada mes con las correspondientes faenas agrícolas, el maestro de San Isidoro culmina el curso ascendente del año con un diciembre en el cual se representa al hombre que tan arduamente ha laborado, recogido y criado, sentado a la mesa para comerse el pan, saborear el cerdo y beberse el vino. Esta última viñeta nos indica que el maestro de San Isidoro de León no utilizó la metáfora de las puertas en vano, ya que se entraría en el año para alcanzar la mesa que lo corona como culminación de la vida plena. La comida se situaría, de este modo, como la última recompensa incluso en las alegorías teológicas. Cosa nada extraña, por otra parte, ya que la comida lo impregna todo.
Preámbulo bien relleno o el atracón
La comida está, por ejemplo, en la raíz de la literatura. Cuando los griegos se reunían en banquete, lo hacían para comer pero también para hablar de las cosas del vivir y escuchar poesía. Poetas como Alceo y, posteriormente, Anacreonte introdujeron en sus versos el propio marco en que resonarían después. Alceo sabe, por ejemplo, que al cantar el beber como amortiguador de los trabajos de la vida, sus amigos y admiradores le oirán mientras disfrutan de la vida:
¿Qué utilidad sacamos
de dar pecho a los sañudos males?
¿Ni qué placer hallamos en angustias mortales?
Venga el vino sabroso,
que no hay mejor remedio a los dolores
que beodo y gozoso
disfrutar sus favores
El libro más antiguo de la Biblia contiene el castigo más fuerte que nadie haya recibido por robar un bocado -nada menos que la pérdida del paraíso-, en lo que podríamos considerar un relato ejemplarizante que hace de la moral un asunto comestible. En Roma, los poetas satíricos como Catulo y Juvenal no se privaron de acudir a la comida para escarnecer a sus víctimas. El primer relato romano de ficción con visos de novela -dicho sea con todas las vacunas anti-anacrónicas-, El Satiricón de Petronio contiene el famoso banquete en que un patán nuevo rico ofrece toda la zoología gastronómica encerrada en un buey a modo de caja madre de una serie de cajas chinas comestibles.
Trimalción habrá pasado a la historia de la literatura por haber ofrecido el festín más ridículo ya que no el más copioso. Porque la comida enseguida tiende a la abundancia. Ahí están las famosas bodas de Camacho para pasmo de Sancho Panza, que en el pecado llevaba la penitencia bajo la forma de una espuma de puchero hecha de capones y gansos. Por no mencionar los excesos de Gargantúa o Pantagruel y aquella aguerrida batalla en que don Carnal y doña Cuaresma se lanzaron respectivamente todo el comer de gula y todo el comer de vigilia convertidos en ejércitos. ¿Y qué decir de aquel vientre de París que radiografió Zola? Frente a la abundancia y el atracón, Diego Hurtado de Mendoza se entretiene irónicamente con una simple zanahoria: “También diz que es manjar de enamorados/contra ventosidad de corazones”.
Tan imbricadas están literatura y comida que resulta imposible perseguirlas. Ahí está el célebre pastel de riñones que engulle el señor Bloom por las calles del Dublín joyciano, ahí la antropofagia que propone su paisano y predecesor Swift para remediar los males de Irlanda, ahí la potentísima magdalena de Proust, ahí la cocina futurista de Marinetti subordinada a la estética plástica, ahí los menús monocromáticos que inventa George Perec, ahí ese cumplirse comiendo -tal y como previó el maestro de San Isidoro- de los participantes en aquella grande bouffe que se debía más a la literatura que al cine, ahí la lancinante bulimia de la madre del pequeño aporreador del parche de hojalata, ahí la fruición con que los hambrientos habitantes de los campos nazis degustaban el pan -el poco pan- reuniendo en la aspereza de su bastarda miga todos los manjares, toda la vida que aún les quedaba. Ahí todo ese hambre de los pícaros que los movía a la acción para crear un género literario nuevo, ahí ese hambre nórdico de Hamsun. Ahí ese Festín de Babette con que Karen Blixen guisa un agradecimiento, y esas comidas mágicas de Laura Esquivel tan pródigas en herederos de pluma. Ahí tanto y tanto puchero, tanta y tanta vianda, ahí tanta literatura -tanta que de un tiempo a esta parte los platos de los grandes cocineros se han hecho literatura-, por ello a la modesta manera de Hurtado de Mendoza me contentaré en perseguir en las páginas que siguen a una modesta zanahoria.