Artículo de Mila Beldarrain aparecido el 9 de enero en la sección de Opinión de El Correo:
Creo que muy pocos, o quizás ninguno, de nuestros gobernantes y gobernantas han experimentado la montaña de sensaciones, a cual más desagradables, que se sienten cuando, de pronto, un día cualquiera, la empresa nos comunica el siniestro «ya no te necesitamos», eufemismo cliché de uso frecuente para mandarnos a la puta calle. En ese instante, igual que dicen que ocurre cuando la Parca, la muerte, nos echa el guante, la vida, la nuestra, pasa durante un segundo por nuestras aturdidas entendederas, pero, en este caso, no se trata de la vida pasada, sino de la de por venir, que se nos manifiesta en toda su negrura.
Ahí se nos aparecen los hijos, como pajarillos en el nido, abriendo sus boquitas para que les demos de comer. Y ahí está también la hipoteca, prepotente y señorona, exigiendo lo suyo. Y ahí además, como el trágico coro de las tragedias griegas, se despiden de nosotros las vacaciones, las cenas con los amigos, en fin, todo aquello que nos hacía la vida más agradable y llevadera. Enseguida, mientras escuchamos la sentencia que nos manda a la intemperie, nuestro cerebro se transforma en calculadora experta y, en un santiamén, sumamos, restamos, multiplicamos y dividimos, para calcular de qué manera podremos estirar el paro, sumándole el sueldo de la pareja, si tenemos suerte y trabaja, y añadiendo además los pequeños ahorros que guardábamos para un apuro.
Porque una cosa está clara, nos vamos a comer todo lo que habíamos reunido y que nos permitía mirar con una cierta tranquilidad al futuro. Pero el momentazo no termina así. Y es que el «ya no te necesitamos», a veces, dependiendo de la edad, lo traducimos sin darnos cuenta en un «ya no te necesitamos porque no sirves para nada». Sobre todo si eres hombre, educado para llevar los pantalones y el sustento (el machismo tiene también su lado oscuro), la nueva situación de parado suele ser más difícil de digerir y el sueldo de la mujer, que en un principio aliviaba la situación, poco a poco le deja al pobre infeliz más hundido que antes y con complejo de mantenido.
Y luego viene la segunda parte, esa nueva etapa de despertares sin despertador, en los que de lo primero que nos acordamos es de que nos han echado a la calle. Empieza también la búsqueda de trabajo sin hacerle ascos a casi nada. Y el macabro deseo de tener ya 65, 67 años, o los que quieran sus señorías, para cobrar la jubilación, sabiendo, como sabemos, que esa carrera nos acerca a la muerte. En fin, cada uno de los miles de parados de este país tiene su historia, su intrahistoria que diría don Miguel de Unamuno. Cada uno, cada una, tiene nombre, cara, diferentes circunstancias familiares, mucho más allá de las frías cifras y los helados porcentajes. Son los tristes protagonistas de esta tragedia. Sí les puedo asegurar una cosa y es que esa experiencia resulta muy dura, tan dura que sólo «quien lo probó (mi príncipe y yo, por desgracia, la probamos), lo sabe».