Llegaron los tres cuando el tren ya había partido y no quedaba ni rastro de él: ni el humo, ni el ajetreado trasiego, ni el silbido. Estaban la nieve y las huellas de haber chapoteado los viajeros, el olor agridulce que deja la gente en el frío, los rótulos azules orlados de blanco, los luminosos desactivados, los barrios severos que dan la espalada a la estación, la negrura de la noche, el brillo fatuo de la nieve. Y nada más.
_ Vaya tela. So ein Mist! _Le oí decir al más alto.
_ ¿Qué harremos nosotros ahora? _Preguntó con fuerte acento el delgadito.
_ Ni puta idea, mein Schatz.
En ese momento apareció una gran dama de alta alcurnia, que llevaba al hombro una orquídea contrahecha con el mismo orgullo que los piratas llevan a su loro.
_ I ara? _Preguntó, ajetreada, con voz de corsario.
Así fue como los conocí. En uno de esos momentos cruciales en que las constelaciones hacen encaje de bolillos. El mismo tren que me repudió a mí, los había olvidado a ellos. Yo iba de vuelta a mi país, con la cabeza bajo el ala, acarreando a Ulrike como el boceto de un artilugio absurdo. Me había apeado a comprar unos periódicos y no entendí la llamada del tren deformada por la megafonía. Ellos tres vivían en aquella ciudad cuyo nombre aún no me había aprendido. Se iban para Budapest a pasar una semana: los billetes en la mano, los pasaportes y las reservas. Pero no siempre se puede alcanzar al tren. A ellos se les veía contrariados, pero no enfadados. Yo estaba todavía en pleno shock.
_ Haben Sie auch den Zug verpasst? _Me preguntó la dama atiplando mucho la voz.
_ No, yo no. Me ha dejado tirada él.
_ ¡Madre del amor hermoso! -Dijo el alto- Cuatro desahuciados con una lengua común. ¡Qué argumento para un corto!
En el restaurante de la estación, situado en el primer piso como en los aeropuertos, nos recogimos a pensar qué hacer con el estado de las cosas. Mi maleta sería la única que disfrutaría de Budapest. Por la mañana la reclamaría. Ellos les habían dejado las llaves de su casa a sendos amigos y/o vecinos para que cuidaran de las gatas y regaran la colección botánica. Hasta la mañana no era plan de alertarlos. De modo que teníamos toda la noche por delante. En una noche hay tiempo para forjar una relación basada en un conocimiento detallado. Eso no ocurre durante el día. Esa noche nos cantamos una ópera de idiomas entrelazados. Y cuando amaneció, estábamos al tanto de los pormenores de nuestras vidas y sentíamos la fuerza de la amistad imperecedera.
Publicado en Espéculo. Revista de estudios literarios. Univ.Complutense de Madrid
http://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero36/karyukai.html
Ángela Mallén: Los caminos a Karyukai, Arte Activo Ediciones